lunes, 13 de abril de 2009

LA NOTICIA MÁS HUMANA DEL CRISTIANISMO. Karl Rahner

Pascua: un misterio
Es difícil, con palabras humanas usuales, ser justo con el misterio de alegría de los días pascuales. No únicamente porque todos los misterios del evangelio, sólo con dificultad, penetran en lo angosto de nuestro ser, sino también porque con más dificultad aún los expresa nuestra palabra. El mensaje de pascua es la noticia más humana del cristianismo. Por eso la entendemos dificilísimamente. Pues lo más verdadero, lo más próximo, lo más fácil es lo más difícil de ser, de hacer y de creer.

Dios ha resucitado a su Hijo. Dios ha vivificado la carne. Ha vencido la muerte. Él ha hecho algo y ha vencido no sólo en la interioridad del sentimiento, sino allí donde, a pesar de todas las excelencias del espíritu, somos realmente nosotros mismos, en la realidad de la tierra, lejos de todo lo meramente ideológico e intencional, allí, donde experimentamos lo que somos: hijos de la tierra que mueren. Somos hijos de la tierra, nuestra vida es nacimiento y muerte, cuerpo y tierra, pan y vino; la tierra es nuestra patria.
Ciertamente, con todo esto, a fin de que sea válido y hermoso, como una esencia misteriosa, tiene que estar mezclado el espíritu, el espíritu fino, delicado, el espíritu que ve, que mira hacia lo infinito, y el alma que hace todo vivo y ligero. Pero el espíritu y el alma tienen que darse allí donde estamos nosotros, sobre la tierra, y en el cuerpo, como eterno brillo de lo terreno, no como un peregrino que, incomprendido y extraño, anda por el tablado del mundo como una breve aparición. Somos demasiado hijos de esta tierra, para que querramos expatriarnos un día definitivamente. Y si tiene que dársenos el cielo, para que la tierra sea soportable, entonces debe acercarse y quedarse como luz bienaventurada sobre esta tierra y brotar de su oscuro seno.

Pertenecemos a la tierra
Pero, si no podemos ser infieles a la tierra —no por capricho o por despotismo, que no convendrían a los hijos de la humilde madre tierra, sino porque tenemos que ser lo que somos—, estamos, sin embargo, al mismo tiempo, enfermos de un dolor oculto que hiere mortalmente lo más íntimo de nuestro ser terreno. La misma tierra, nuestra madre, está afligida. Gime bajo la caducidad. Sus más alegres fiestas parecen el comienzo de unos funerales, y al oír su risa, temblamos, no vaya a ser que en el próximo instante llore bajo una carcajada.
Da a luz niños que mueren, que son demasiado débiles para vivir siempre y que tienen demasiado espíritu para poder renunciar modestamente a la alegría eterna, porque, de manera distinta a los demás animales, contemplan ya el fin, antes de que exista, y no se les ahorrará compasivamente la experiencia del fin. La tierra da a luz niños de gran corazón, y lo que les da es demasiado hermoso para que ellos lo menosprecien, y es demasiado pobre, para hacerlos ricos. Y porque en la tierra se da esta contradicción entre la gran promesa que no llega y el don mezquino que no contenta, por eso ella será el fecundo campo de las culpas de sus hijos, que pretenden arrancarle más de lo que puede dar.

La tierra madre desgraciada
Es posible que se queje de que ha llegado a ser tan ambivalente sólo por la culpa original del primer hombre, de Adán. Pero la situación es la misma: la tierra es ahora la madre desgraciada; demasiado viva y demasiado hermosa para que pueda alejar de sí a sus hijos, a fin de que conquisten para ellos otro mundo, la nueva patria de la vida eterna, demasiado pobre para colmar su deseo. Y las más de las veces no lleva a una de las dos cosas, porque siempre es ambas cosas: vida y muerte. Y la turbia mezcla que nos ofrece de vida y de muerte, de aplausos y de querellas, de hecho creador y de esclavitud permanente es nuestra vida de cada día.
De esta manera estamos sobre la tierra, la patria eterna; y, sin embargo, no es suficiente. La aventura de emigrar de lo terreno no es posible, no por cobardía, sino por fidelidad que exige nuestro propio ser. ¿Qué debemos hacer? ¡Oír el mensaje de la resurrección del Señor! Cristo, el Señor, ¿ha resucitado o no de entre los muertos? Creemos en su resurrección y confesamos: ¡Ha muerto, descendió a los infiernos y resucitó al tercer día! Pero ¿qué significa eso, y por qué es un motivo de felicidad para los hijos de la tierra?


¡Cristo ha muerto!
Él, el Hijo del Padre, murió, Él que es Hijo del hombre. Él, que es la eterna plenitud de la divinidad, que no necesita nada, ilimitado y bienaventurado, como Palabra del Padre antes de todos los tiempos, y que como hijo de su bendita madre, es, al mismo tiempo, el Hijo de esta tierra. Él, que es a la vez el Hijo de la plenitud de Dios y el hijo de la indigencia de la tierra, ha muerto.
Pero muerto no quiere decir (como creemos nosotros en un sentido nada cristiano y espiritualista de cortas miras), que su espíritu, su alma, la vasija de la divinidad, se ha arrancado del mundo y de la tierra, que ha huido en alguna manera a la gloria de Dios más allá de todo el mundo, porque el vínculo corporal que le ataba a la tierra, se había roto al morir, y porque la tierra asesina había demostrado que el Hijo de la luz eterna no podía encontrar una patria en su oscuridad.
Murió, decimos, y añadimos en seguida: Descendió al reino de los muertos y resucitó; y con ello la afirmación de que «murió» recibe otro sentido completamente distinto de aquel de huida del mundo que estamos tentados de aplicar a la muerte. Jesús mismo dijo que Él descendería al corazón de la tierra (Mt 12, 40), donde todo es uno y donde se asienta la muerte y la esterilidad. Hasta allí se abrió paso en la muerte; se dejó —santa argucia de la vida eterna— vencer por la muerte para que ésta le sumergiera hasta lo más íntimo del mundo, para que, descendiendo al seno mismo y a la única raíz del mundo, instaurase en ella para siempre su vida divina. Porque murió, le pertenece con toda justicia esta tierra. Pues cuando el cuerpo de un hombre queda tendido en las entrañas de la tierra, el hombre —nosotros decimos el alma—, aunque en la muerte se haga inmediatamente divino, participa de la unidad definitiva de aquel misterioso y único fundamento, en el cual están unidas todas las cosas espacio-temporales. A lo más profundo descendió el Señor en la muerte.

¡Cristo ha resucitado!
Ahora reina Él, y reina allí, no la esterilidad y la muerte. En la muerte se ha convertido en corazón del mundo terreno, corazón divino en el centro del mundo, donde éste, incluso más allá de su desarrollo en el espacio y en el tiempo, hinca su raíz en la omnipotencia de Dios. De este corazón único de todas las cosas terrenas, en el cual ya no se distinguían la unidad plena y la pobreza absoluta, del cual brota todo su destino, ha resucitado. Ha resucitado no para marcharse, no para que los dolores de la muerte, que de nuevo le engendran, le regalen la vida y la luz de Dios de tal manera que deje tras sí la tierra vacía y sin esperanza. Ha resucitado en su cuerpo.

Esto quiere decir: ha comenzado a transformar este mundo. Ha rescatado el mundo para la eternidad, ha nacido de nuevo como hijo de la tierra, pero ahora es el glorioso, el ilimitado, el liberado de la tierra, que queda redimida para siempre de la muerte y de la esterilidad. Ha resucitado, no para mostrar que abandona definitivamente la tierra, sino para probar que esta tumba de los muertos —el cuerpo y la tierra— se ha transformado definitivamente en la casa gloriosa, inmensa del Dios vivo y del alma del Hijo llena de Dios. No ha resucitado para ser arrancado de la tierra. Pues Él posee ya definitiva y gloriosamente el cuerpo, que es una parte de la tierra, una parte que siempre le pertenece como parte de su realidad y de su destino. Ha resucitado para revelar que por su muerte queda implantada la vida eterna libre y feliz en la estrechez y el dolor de la tierra, y en medio de sus corazones.


¡Todo se ha renovado!
Lo que llamamos su resurrección y consideramos irreflexivamente como su destino privado, es sólo el primer síntoma real de que, más allá de lo que llamamos experiencia (a la que nosotros damos tanta importancia), todo ha llegado a ser distinto, con la verdadera y decisiva profundidad de todas las cosas. Su resurrección es como la primera erupción de un volcán, que muestra que en el interior del mundo ya arde el fuego de Dios, que lo llevará todo a la bienaventurada incandescencia. Ha resucitado para demostrar que ha comenzado ya. Ya se levantan desde el corazón mismo de la tierra, en el que penetró muriendo, las nuevas fuerzas de una tierra gloriosa, ya están vencidos en lo más profundo de toda realidad el pecado, la esterilidad y la muerte, y no falta mucho tiempo, sólo lo que nosotros llamamos historia después de Cristo, para que toda la realidad, y no sólo el cuerpo de Jesús, refleje lo que realmente ha sucedido. Y porque no comenzó Cristo a salvar y glorificar el mundo por la superficie, sino por la raíz más íntima, creemos nosotros, seres superficiales, que no ha sucedido nada. Porque el agua del dolor y de la culpa todavía corre aquí donde estamos, nos imaginamos que sus fuentes, en lo profundo, no están todavía agotadas. Porque la maldad dibuja todavía nuevas ruinas en el rostro de la tierra, concluimos que en lo más profundo del corazón de la realidad ha muerto el amor. Pero todo no es sino apariencia, apariencia que tenemos por realidad de la vida.
Ha resucitado porque en la muerte ha conquistado para siempre el centro más íntimo de todo lo terreno y lo ha salvado. Y resucitando lo ha conservado. Y de esa manera Él permanece aquí. Guando le confesamos como subido a los cielos es sólo una manera de decir que nos retira por un tiempo la evidencia de su gloriosa humanidad, y sobre todo que no se da ya abismo alguno entre Dios y el mundo. Cristo está ya en medio de todas las cosas miserables de esta tierra, que no podemos abandonar porque es nuestra madre. Él está en la esperanza anónima de toda criatura que, sin saberlo, aguarda la participación en la glorificación de su cuerpo. Él está en la historia de la tierra, cuya ciega marcha a través de todas las victorias y caídas, dirige hacia su día con temible precisión; hacia aquel día en el que su gloria, transformándolo todo, emergerá desde sus propias profundidades.
Él está en todas las lágrimas y en toda muerte como júbilo oculto y vida que vence mientras aparenta morir. Él está en el mendigo a quien damos limosna, está como misteriosa riqueza que le caerá en suerte al que socorre. Él está en las mezquinas derrotas de sus siervos, como victoria que es sólo de Dios. Él está en nuestra impotencia como potencia que se puede permitir aparecer como débil, porque es invencible. Él está aun en medio del pecado, como misericordia, paciente hasta el fin, del amor eterno. Él está ahí como ley misteriosa y esencia íntima de todas las cosas que todavía triunfa y se impone cuando todos los órdenes parecen deshacerse. Está entre nosotros como la luz del día, como el aire, que no notamos, como ley misteriosa de un movimiento que no comprendemos, porque la parte de ese movimiento, que nosotros mismos vivimos, es demasiado corta para que podamos llegar a comprobar su fórmula.
Pero Él está ahí, como corazón de este mundo terreno y sello misterioso de su eterna validez. Por eso podemos y debemos nosotros, hijos de esta tierra, amarle. Incluso cuando nos atormenta el temor a la miseria y a la muerte. Pues desde que Él ha entrado en ésta para siempre, por su muerte y resurrección, la desgracia se ha convertido en algo provisional y en mera prueba de nuestra fe en el más íntimo misterio, que es el resucitado. Que éste es el sentido misterioso de su miseria, no es una experiencia nuestra. Realmente no. Pero nuestra fe se opone a toda experiencia. La fe que puede amar la tierra porque ella es el «cuerpo» del resucitado o lo será. Por eso no debemos dejarla: la vida de Dios habita en ella. Si buscamos al Dios de la infinitud (¿cómo podíamos abandonarlo?) y a la tierra confiada a nosotros, tal como es y tal como debe ser, para convertirse en nuestra eterna patria libre, los hallaremos por el mismo camino: en la resurrección del Señor. En ella ha mostrado Dios que Él ha redimido la tierra para siempre. Caro cardo salutis, la carne es el quicio de la salvación, ha dicho un padre de la Iglesia.
El más allá de todo pecado y de la muerte no está lejos, ha descendido y vive en lo más profundo de nuestra carne. La más sublime religiosidad de la huida del mundo no llegaría a hacer bajar de la lejanía de su eternidad al Dios de nuestra vida y de la salvación de esta tierra, ni llegaría tampoco hasta Él en su más allá. Pero Él mismo ha venido a nosotros. Y ha transformado lo que somos y lo que siempre queremos considerar como el turbio resto terreno de nuestra espiritualidad: la carne. Desde entonces, la madre tierra da a luz sólo a hijos que serán transformados. Pues la resurrección de Jesucristo es el comienzo de la resurrección de toda carne.


Una cosa falta: que su obra, su resurrección, que no podemos ignorar, se convierta en la felicidad de nuestra existencia. Tienen que hacer saltar la tumba de nuestro corazón. Tiene que resucitar del centro de nuestro ser también, donde está como fuerza y promesa. Ahí Él está todavía en camino. Ahí es todavía sábado santo, hasta el último día, que será la pascua completa de todo el cosmos. Y esta resurrección acontece en la libertad de nuestra fe, pero es también su obra. Obra suya que sucede como nuestra: como obra de la fe amante, que nos incorpora a la colosal marcha de toda realidad terrena hacia su propia gloria, que ha comenzado ya en la resurrección de Cristo.


"El Año litúrgico". Editorial Herder

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domingo, 5 de abril de 2009

Al paso de Dios.

Claves de Semana Santa. José María Rodríguez Olaizola, sj*

Un año más se acerca la Semana Santa. Con la flexibilidad del calendario lunar, que hace que unos años caiga en marzo y otros en abril, se aproximan estas fechas de celebración para los cristianos. No estamos ya en los tiempos en que estos días suponían, al menos en España, una inmersión colectiva en la festividad cristiana, pero tampoco son demasiado lejanos, y mucha gente aún los recuerda. Se suspendían los espectáculos públicos, no había cine ni teatro; durante unos días la programación de una televisión entonces naciente sería religiosa o no sería. Se preparaban paños morados para cubrir las imágenes de las Iglesias durante los oficios propios de estos días. Los predicadores afinaban y rebuscaban en sus fuentes para preparar densos sermones sobre las Siete Palabras, la Eucaristía, la Pasión o la Resurrección...

Y cuando llegaba el Triduo, entonces se imponía un ritmo más lento, un silencio más denso, sólo roto por el repicar de tambores y cornetas en las procesiones; un rictus de seriedad parecía lo apropiado para acompañar a Cristo camino de la cruz, y esperar hasta poder celebrar su Resurrección... No sé si las cosas eran exactamente así, pero esa es la imagen que alguien de mi generación se hace sobre lo que ocurría en estas fechas.
Hoy la oferta se diversifica. La Semana Santa es un tiempo estratégicamente colocado en mitad del segundo semestre escolar. Las compañías de viajes ofrecen estancias en Cancún, o un anticipo del verano en las playas mediterráneas. Hay vacaciones escolares; breves, pero al menos un último respiro para tomar fuerzas antes de lanzarse a rematar el curso.... La televisión ya no es monotemática, y se alternará «La túnica Sagrada» con «Pulp Fiction», «Rey de Reyes» con «Los reyes del Mambo», o «La Pasión» de Mel Gibson con alguna «Pasión de Gavilanes»; y si se retransmite alguna procesión estará precedida por un programa del corazón o seguida por un partido de fútbol. Nadie espere que los bares cierren en Jueves Santo, ni un duelo colectivo el Viernes Santo en nombre de las creencias cristianas. Ya no es este un tiempo para una vivencia monolítica de la Semana Santa. Por supuesto se mantienen, con otros ritmos y otras formas, los rituales religiosos. Eso sí, ya no marcan el ritmo único de la sociedad en esos días. Como casi todo en esta época, lo que hay hoy es un escaparate plural de actividades para elegir, e incluso desde el punto de vista del acercamiento a lo religioso, un batiburrillo de cultura y fe, de folklore e imaginería, de creencias profundas y acercamientos profanos a una celebración cargada de significados.
La Semana Santa sigue siendo un tiempo de especial densidad, y las formas de vivirla desde la fe son innumerables. El domingo de Ramos seguirán bendiciéndose laureles y palmas, recordando la entrada de Jesús en Jerusalén. Dependiendo de la tradición local, en muchos lugares saldrán con puntualidad a las calles las procesiones, con pasos de belleza eterna flanqueados por cofrades de rostro oculto, cuya pluralidad incluye hombres y mujeres, niños y ancianos, y hoy en día creyentes y no creyentes en una extraña y sorprendente mezcla. Los grupos juveniles o muchas comunidades cristianas aprovechan y se desplazan para vivir estos días y celebrar la pascua en un espacio distinto. Cada parroquia pone sus acentos, pero se intenta cuidar, en la medida de lo posible, el que las celebraciones sean significativas. De nuevo los templos verán crecer la afluencia de fieles, sobre todo el Jueves y el Viernes Santo, y sorprendentemente no tanto el Sábado, porque parece que los cristianos estamos más preparados para compartir el dolor, asomarnos a la cruz, y asumir el sacrificio, y por el camino olvidamos la dicha, el gozo o la palabra definitiva que es una palabra de Vida. Tanto dinamismo tiene una explicación.
Decimos que, desde la fe, estos son los días centrales del año litúrgico. Podemos afirmar que el corazón del misterio pascual, lo que sucedió con Jesús, se condensa de modo privilegiado en el triduo pascual y en unas celebraciones plagadas de simbolismos: la Cena del Señor, el via crucis, la adoración de la Cruz o la Vigilia Pascual... Pero, ¿por qué este acento, este énfasis, esta insistencia en celebrar especialmente lo que ya conmemoramos habitualmente? ¿No recordamos cada domingo en la Eucaristía el corazón del evangelio y la revelación definitiva de Dios en Jesucristo? ¿No es el misterio pascual lo que está en el corazón de esa celebración, donde una vida arrebatada se descubre fecunda, un pan-cuerpo-entregado, vino-sangre-derramada se convierten en semilla de vida eterna? ¿Por qué detenernos tan especial y densamente estos días en algo que deberíamos tener presente todo el año? Una precisión y tres cuestiones sobre los tiempos litúrgicos Hay un elemento profundamente pedagógico en la existencia del año litúrgico. En el corazón de la misión de la Iglesia late la comunicación del kerygma, el misterio central de la fe: Jesucristo, muerto en cruz por causa del mal que atraviesa nuestro mundo, ha resucitado, por el Espíritu, y en ese acontecimiento hemos sido salvados. Y eso es una noticia que tiene que darse; es un anuncio que ha de hacerse a todo hombre y mujer, deseando que llegue a escucharse en toda su hondura, pues si, más allá de una formulación, se llega a entender en su significado, esto se convierte en la verdad que puede dar sentido a una vida individual y a muchos proyectos colectivos.
Ahora bien, este anuncio no se hace de una vez para siempre. Es una misma verdad que ha de ser proclamada, recordada y actualizada. Es algo que ocurrió una vez y para siempre, y al tiempo algo que ha de seguir haciéndose real a través de los años y las vidas. Lo que comenzó en Jesús se convierte en una onda expansiva que atraviesa los siglos y que atrae toda la historia hacia sí para envolverla al final. Y de todo lo ocurrido en Jesucristo lo central, lo fundamental, es ese dinamismo entre la muerte y la Vida, la cruz y la Resurrección, el pecado que mata y el amor que vence. Y en esa conmemoración, evocación y actualización es muy importante la dimensión colectiva y ritual expresada en la Semana Santa.
La liturgia aparece aquí, especialmente, como celebración y diálogo, como espacio de oración y de proclamación de una verdad que sigue siendo buena noticia. Ahora bien, ¿cómo celebramos estos días? Una precisión necesaria. La liturgia cambia con el tiempo ¿Siempre se ha celebrado del mismo modo la Semana Santa? Está claro que no. También la liturgia tiene su historia, y sus expresiones van siendo reflejo de diferentes momentos, sensibilidades y acentos teológicos1. La Pascua judía veterotestamentaria dio paso, en la fe de las primeras comunidades, a otra celebración en la que parecía haberse dotado de nuevo sentido a ese paso del mar Rojo. La nueva víctima era Cristo, y su sacrificio era la llave de la salvación. A medida que en los primeros siglos se iba clarificando el credo también se iban cargando de matices los significados de esta muerte y resurrección de Jesucristo. Entre los siglos ii y vi la pascua cristiana se caracteriza por tener un carácter penitencial muy marcado, y por la diferenciación entre una corriente oriental que acentúa el viernes por ser el día señalado en el evangelio de Juan, y otra occidental más centrada en la eucaristía celebrada en las primeras horas del domingo, en conmemoración de la hora de la resurrección.
A partir del siglo VI se van diversificando los rituales y la liturgia se va enriqueciendo con multitud de gestos: el lavatorio de los pies (ya atestiguado a mediados del siglo v en Jerusalén), el uso del fuego (testimoniado en Roma a finales del siglo ix), la procesión eucarística (siglos xiii-xiv), la entrada solemne de la cruz que termina convirtiéndose en una representación visible de lo narrado, el via crucis... El acento puesto en la institución de la Eucaristía –el Jueves Santo– llevó a que la eucaristía pascual perdiese la centralidad que sin duda debería haber tenido. En definitiva, una infinidad de detalles y gestos que llevaron al triduo a ir cargándose de significados, pero perdiendo esa dimensión de conmemoración unitaria del misterio pascual. Fue el movimiento litúrgico impulsado por Pío xii el que comenzó a reconquistar la unidad y sentido del Triduo Pascual, y este impulso facilitaría la reforma del Vaticano ii, que llevará a la formulación del triduo tal y como lo conocemos ahora, en el Misal de Pablo vi de 1970. El año litúrgico. ¿Cuestión de sentimientos?
No vamos a centrarnos aquí en esa historia milenaria, más bien trataremos de hacer una radiografía del momento presente, de la manera en que hoy en día intentamos celebrar, del sentido que tiene para nosotros esta vivencia de la Semana Santa, y cómo se inserta hoy en día dentro de nuestro año litúrgico. Año a año, ciclo a ciclo, se despliegan los tiempos litúrgicos en nuestra historia. Nos aproximamos a esa verdad revelada en Jesucristo desde diversas perspectivas; y en consecuencia, con diversos acentos. El adviento, con su énfasis en la esperanza y la preparación ante un Mesías que parece estar en camino, da paso a la alegría de la navidad por el Misterio encarnado en un niño. Tras ella comienza el tiempo ordinario más cotidiano, que al poco nos introduce en la necesidad de conversión con que se afronta la cuaresma. Una conversión que nace de asumir que el evangelio no es fácil, tiene una dosis de exigencia que no se puede eliminar, y ante ello uno ha de reconocer todas sus limitaciones y resistencias.
La Semana Santa es tiempo de contemplación del misterio pascual en toda su densidad, y desemboca en el júbilo de la pascua, en que la resurrección, pujante, proclama su palabra definitiva. Y de vuelta al tiempo ordinario, en que la vida se hace cotidianeidad y la fe se vuelve hábito. Hubo una época en que me dejaba perplejo esta asociación de tiempos litúrgicos y estados de ánimo. Parecía que era de recibo vivir la esperanza en diciembre y la severidad en marzo. Parecía necesario estar lleno de gozo en las semanas pascuales, y exultar por la presencia del Espíritu en Pentecostés.
Sin embargo, esto plantea ciertos problemas cuando tu estado de ánimo no coincide con el que supuestamente corresponde. Y me veía a veces triste en adviento y feliz en cuaresma, desanimado en pascua y eufórico en lo más anodino del tiempo ordinario. Y ello me llevaba a intuir que esto de la liturgia no hablaba de un menú de sentimientos subjetivos de temporada. El año litúrgico. Cuestión de conocer al Dios de Jesús Los tiempos litúrgicos no hablan de uno mismo ni de tus estados de ánimo. Hablan de Dios, el Dios de Jesús, y cuentan una historia en la que, una y otra vez, nos acercamos a Dios. Y lo hacemos desde donde estamos cada uno, desde nuestra alegría o nuestro dolor, desde nuestra calma o nuestra agitación. El adviento habla de un Dios que busca desesperadamente responder a los suyos. La navidad fascina con su presentación de un Dios encarnado con una lógica distinta: el Príncipe en un pesebre, el rey adorado por los pastores, el Dios omnipotente hecho bebé desvalido, el inocente perseguido, que sin embargo es reconocido por los sencillos. La cuaresma nos habla de un Jesús que, en su proclamación de una buena noticia que no es fácil de anunciar, ha de afrontar la tentación, la incomprensión, la soledad y la incertidumbre. Y esto desemboca en una entrega definitiva y en una síntesis formidable: el Triduo Santo que nos introduce en el corazón del Misterio Pascual, ese punto en el que confluyen muerte y vida, llanto y gozo, fracaso y triunfo, pasión y Resurrección, ese espacio definitivo en el que la lógica del evangelio se muestra aplastante.
El tiempo pascual permite gustar despacio, a lo largo de varias semanas, la palabra definitiva, el «sí» de Dios, el triunfo de la vida y de esa lógica que ha trastocado los esquemas. El año litúrgico. Cuestión de tiempos y diálogo Ahora sí podemos aventurar un paso más. La liturgia, con su ritmo narrativo, no es un monólogo ni un puro mecanismo, sino un diálogo constante entre un sujeto que celebra y una Palabra Viva, un Dios que sigue exponiéndose. Es un diálogo con varios tiempos entrecruzados. No sé si la imagen de las muñecas rusas, todas iguales y al tiempo cada una integrada en otra un poco mayor, puede ser suficientemente expresiva. En realidad nuestra liturgia, puntualmente, nos ofrece muchos espacios en los que toda la historia de salvación está contenida. Quizás el más significativo de dichos espacios sea la Eucaristía. En ella actualizamos el sacrificio fecundo del hombre justo, esa muerte que da paso a la Vida y esa entrega que se muestra rica en su desposesión.
En la Eucaristía expresamos la hondura y la densidad de la salvación cristiana. Y en ella, de alguna manera, está contenido todo lo fundamental. De ahí la insistencia en que se convierta en algo que integra nuestras rutinas, la vida del creyente, etc. Esta centralidad no es incompatible con la posibilidad de volver sobre esa misma verdad de un modo más reposado, más contemplativo. En una cadencia más lenta que nos permite prestar atención al detalle, gustar con atención todos los elementos que integran este cuadro fascinante, trágico y pleno que es el Misterio Pascual. De ahí el desgranar a lo largo de todo el año esa historia de salvación en diversos tiempos. Y ahí cobra todo su sentido la celebración del triduo pascual. Esta celebración tiene algo de personal y algo de comunitario. En lo individual, es uno mismo el que se asoma al misterio pascual. El que deja que la Palabra Viva siga haciéndose presente, que le toque de una forma única y distinta. Nadie puede sustituir los ecos personales que suscita el contemplar el amor fraterno, la entrega del hombre justo, el sufrimiento del inocente que acepta su cruz por amor, y la promesa que se convierte en realidad ante un sepulcro vacío. Esa historia, como tal historia, ya la conocemos. Sin embargo, la fe no es una pura experiencia intelectual. Nuestra vida, que también es vida espiritual, supone dejarse afectar por esta historia que habla a nuestra realidad y nuestro presente hoy. Supone dejar que en nuestro interior resuene esa historia hecha de heridas, de promesas y de abrazo. Y en ese resonar, permitir que se abran algunas puertas, se caigan algunas defensas, se iluminen aspectos de nuestra vida... para volver una y otra vez al mismo ciclo, que va calando más hondamente. En ese diálogo la Pascua es nueva cada vez, porque mi vida va cambiando. Al tiempo es un diálogo comunitario. Hay muchas cosas que uno no puede celebrar solo, aislado como un anacoreta en el desierto, desvinculado de una comunidad. Porque nuestra fe también es social, supone establecer vínculos, estrechar lazos y expresarnos juntos. La mayoría de nuestras liturgias son comunitarias, tienen sus ritmos, sus actores, sus momentos.
Una comunidad celebra y en ella hay distintos carismas. Un único cuerpo que habla con distintas voces. En este diálogo la Buena Noticia pascual no es una comunicación exclusivamente personal, sino también una expresión colectiva. Y de ahí la densidad comunitaria del triduo. Mucho de lo que expresamos y celebramos en esta liturgia no podríamos hacerlo con el mismo sentido aisladamente, y evoca experiencias muy básicas de la vida cotidiana: la comensalidad expresada en la cena; la necesidad de aliento en la dificultad; el servicio como forma de alzar al desvalido; la continuidad de una historia de salvación que sigue haciéndose verdad hoy en un pueblo vivo...En este contexto somos invitados a mirarnos unos a otros, y descubrir lo que nos une, percibir los vínculos fuertes que se convierten en red poderosa que protege, elevar nuestra voz que no es una, sino muchas, que hablan con múltiples acentos, desde distintas situaciones, pero con una misma sed.
El Triduo ¿Qué celebramos en la Semana Santa? ¿Qué contemplamos? ¿Qué dejamos que, lentamente, a través de gestos comunes y de una contemplación invididual, en oficios o procesiones, en la celebración compartida o en la oración y la reflexión individual nos toque profundamente? El servicio. El Jueves Santo la liturgia recoge preciosamente el lavatorio de los pies como expresión de una lógica alternativa, la de quien, siendo el primero, se ciñe una toalla a la cintura, lava los pies a los suyos y les invita a hacer lo mismo. ¿Qué hace este gesto tan denso? La inversión de categorías, donde el grande se hace pequeño y enaltece a los humildes. La gratuidad de un gesto aparentemente innecesario. La llamada a vivir desde esa misma lógica. En un mundo en que parece que el gran éxito en la vida es ser servido, esta llamada a lavar los pies polvorientos del amigo resulta, cuanto menos, una provocación. La fraternidad. También el Jueves Santo explicitamos la celebración del amor fraterno. Recorremos partes de la oración de Jesús en el evangelio de Juan, nos sentimos amigos y no siervos. Compartimos una misma mesa, y en ese gesto nos encontramos llamados a vivir en plenitud. Nos reconocemos hijos de un mismo Padre, y, en consecuencia, hermanos. La comensalidad, propia de lo celebrativo en todas las culturas, se explicita aquí como hermandad, como la experiencia de estar vinculados por un amor común que recibimos incondicionalmente. La entrega eucarística. Dar la vida no es morir, sino vivir de una manera determinada, dándose día a día –hasta la muerte si hace falta. Esto es lo expresado definitivamente en la Eucaristía. El darse sin reservas. El com-partirse para los otros. El derramarse de una manera fecunda. Ese es el sacerdocio de Jesús, en el que la entrega es de uno mismo. Y es también ese sacerdocio el que conmemoramos el Jueves Santo. Las encrucijadas vitales.
La hora santa, con su evocación de la agonía de Jesús en el Huerto, es un precioso reflejo de nuestras propias incertidumbres. A veces por cosas muy cotidianas. En otros momentos por la necesidad de tomar decisiones trascendentales... el hecho es que en ocasiones también nosotros pasamos por esas vacilaciones. A Jesús lo acompañamos en una situación límite. Le vemos en la tesitura de huir o seguir, de resistirse o ser coherente con aquello que lleva proclamando con su vida durante largo tiempo, de rebelarse o aceptar lo que viene. Y en su respuesta valiente vemos también un reto y una llamada para nuestros propios dilemas, para las situaciones en que hemos de optar, para tantas veces en que a la luz del evangelio nos sentimos urgidos a algo difícil.
El sufrimiento y la soledad. Todo el Viernes Santo es un día árido. Viendo a Jesús juzgado por los poderes religiosos y políticos de su época, abandonado por muchos de sus amigos, nos asomamos al dolor. Acompañando a Jesús camino de la cruz (Via Crucis), nos toca intuir la indiferencia de unos, la compasión de otros... A veces nos sentiremos como ese Cirineo que carga con la cruz, y otras como Verónica que seca el rostro de Jesús. Podemos reconocernos en un gobernador romano más pendiente de lo conveniente que de lo justo. Tal vez estemos escondidos, entre la muchedumbre, temerosos de ser señalados como amigos de este criminal sin delito. O quizás nos asomemos, de puntillas, al dolor y al abandono en que parece estar sumido Jesús. Y en el camino, también reconocemos nuestras propias cargas, algo que nuestro mundo no nos prepara demasiado para vivir. Hoy en día, cuando parece que en todo momento hay que «estar bien», la contemplación de la agonía del Justo resulta un desafío y una escuela.
La cruz. La adoración de la cruz el Viernes Santo, tras haber escuchado la lectura de la Pasión, es uno de los momentos más significativos de la liturgia. No adoramos un trozo de madera, ni prestamos macabra reverencia a un instrumento de muerte. Para nosotros la cruz es mucho más que eso. Es el espacio donde se abrazan las víctimas y su liberador. Es el lugar donde los que padecen, por la injusticia, por el odio, por el mal que atraviesa nuestro mundo, se encuentran con el inocente que viene a salvarlos. La cruz nos habla de un dolor que atraviesa nuestro mundo. Nos invita a alzar la mirada con honestidad y percibir las fisuras y las heridas que golpean y mutilan. Nos habla de fracasos y de rechazo, de pecado y de un Dios que parece callar.
La espera. El sábado santo es el tiempo del silencio y la espera. Cuando parece que nada puede pasar. Cuando lo que queda es la nostalgia por lo que parece perdido, y la incertidumbre ante lo que pueda llegar. Tiene mucho de rutina y hábito. Tiene mucho de confianza sin pruebas. Es creer sin saber, anhelar sin exigir, buscar sin plazo. Es el tiempo de los discípulos asustados, de María Magdalena inquieta... el tiempo de calma insegura de quienes le han condenado. Muchas veces nosotros mismos podemos vivirnos en este tiempo... cuando las heridas son lejanas, pero la cura no termina de llegar; cuando la esperanza parece estrellarse con la realidad; cuando el dolor ya no quema, pero sigue ahí, cuando la ilusión parece domesticada o rendida.
La Vida. Y entonces llega la palabra definitiva de Dios. «No busquéis entre los muertos al que vive». Hasta aquí hemos ido asomándonos a una historia que parece tremendamente exigente, trenzada con dolor, con cruz, con encrucijadas en las que no es fácil elegir lo que parece correcto. Podría decirse que todo invita hasta aquí a una seriedad definitiva, a una solemnidad absoluta y a una circunspección inevitable. Sin embargo es la celebración de la resurrección lo que ilumina con fuerza invencible todo lo anterior. La palabra última de Dios es una palabra de vida. La muerte no ha vencido al Justo. La cruz está vacía, y las víctimas de la historia están desclavadas. Hablamos entonces de salvación y de liberación. La sombra y la tiniebla dan paso a la luz, la noche al día, el llanto al júbilo.
A veces es más fácil sentirse en sintonía con lo que hemos celebrado los días anteriores, y parece en cambio lejana esta alegría imbatible. Parece que es más posible empatizar con la experiencia de la soledad o el dolor, y cuesta más el salto de fe hacia la afirmación definitiva de la resurrección. Y, sin embargo, es la clave de todo el edificio, la única que le da sentido a todo lo anterior, al servicio sin condiciones, a la entrega radical, a la soledad o a la cruz. Conclusión Al acercarse estas fechas, una vez más, nos disponemos a celebrar. No es lo de siempre, porque cada vez somos distintos, o llegamos con una carga diferente. Porque un año estamos heridos, y al siguiente nos sentimos pletóricos, unas veces nos toca celebrar cansados, otras exultantes y otras envueltos en el ritmo cotidiano, sin tiempo para grandes emociones. A veces tenemos preguntas y otras una fe calmada.
Un año la vida nos sonríe y otros parece que el mundo conspira contra uno. Y Dios, en su historia, nos toca de manera diferente Y por eso, esa misma verdad del evangelio, esa lógica del Reino que se nos presenta en historia milenaria, el Dios que en Jesús sigue dando su vida por enfrentarse al pecado que mata, y que al final se alza vencedor, es noticia nueva. Y toca nuestras vidas, y nos enseña a leer el mundo y sus historias. Seguiremos recibiendo un pan de vida que se da por nosotros, y en el lavatorio se nos lavarán los pies a todos mientras se nos invita a hacer lo mismo.
Tal vez al contemplar los pasos procesionales que otros hombres esculpieron hace siglos, descubriremos en ellos detalles de una historia nueva. Adoraremos una cruz donde las víctimas son desclavadas, y en el fuego de una hoguera arderán las miserias, una vez más vencidas. Nos lavaremos de nuevo en un agua viva. Escucharemos la historia de la salvación, que enlaza con nuestras historias, y sentiremos que la última palabra de esa historia es una palabra de Vida. Y todo ese proceso nos hablará de nuestras luchas y nuestros miedos, de las noches oscuras y las encrucijadas que jalonan nuestro camino, nuestras traiciones y nuestras valentías. Volveremos a ser Pedro asustado o María herida, Juan fiel o Judas obcecado, Pilatos lavándose las manos o Caifás rasgándose las vestiduras; seremos Cireneo cargando con nuestra porción de cruz o Verónica consolando al Justo humillado. Y, tal vez, como el centurión ante la cruz, abriremos los ojos al reconocer que este inocente entregado, este justo ajusticiado es, en verdad, el Hijo de Dios. Seremos, en fin, Magdalena sorprendida y alegre o caminantes inciertos hacia un Emaús de encuentro y reconocimiento. Y en ese proceso de nuevo nos sentiremos abrazados por un Dios que nos llama y nos levanta con él, un Dios que vacía los sepulcros y reconcilia a la humanidad consigo. Y todo estará bien.
* Miembro del Consejo de Redacción de Sal Terrae. Trabaja en pastoral universitaria. Valladolid. 1. Para una relación pormenorizada de la evolución de la liturgia pascual, E. Aliaga, «El triduo pascual», en (Dionisio Borobio [dir.]) La celebración en la Iglesia, vol. 3, Sígueme, Salamanca 2000, 99-127.
Sal Terrae 95 (2007) 197-207. Tomado de: http://www.pastoralsj.org/secciones/formacion.asp?id=110

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